No es lo mismo casa que hogar. Estoy seguro de que muchos de vosotros, sí es que hay alguien ahí detrás, habéis vivido en casas que han estado lejos de esos atributos, casi siempre subjetivos, que se desprenden de la palabra hogar.
Un hogar puede estar debajo de un techo y entre cuatro paredes; puede estar entre los brazos de alguien; puede ser un olor; puede ser un viaje, un destino, una sonrisa.
A lo largo de estos 10 años, en los que cada 15 días he tenido que meter mi vida en una maleta con ropa, miedos y problemas, para tragarme 1.000 kms. en dos días, he aprendido que el hogar puede ser una persona. Y con esa persona, el hogar puede completarse en la habitación de un hostal. No hace falta mucho más. Dos camas, un par de maletas y 48 horas por delante.
Este año, el curso académico que, en mi caso siempre empieza con un viaje a Madrid en los primeros días de septiembre, hemos tenido que buscar un alojamiento diferente al habitual durante dos estancias consecutivas. Y cuando hablo de habitual me refiero a años construyendo vida en los pasillos de ese viejo hostal que es un cruce de caminos anónimos. Ambos nos hemos sentido fuera de lugar. El tiempo ha corrido diferente. No era nuestro hábitat. No estaban los olores en su sitio. Ni los sonidos de la calle eran los mismos. Las puertas sonaban de otra manera. La luz no era la misma porque las ventanas eran otras. Nuestro hogar no estaba completo.
Desde hace dos viajes -así marco el paso del tiempo desde hace 10 años-, al fin hemos vuelto a la casa-hogar, y durante 48 horas somos ese hogar que construimos a base de complicidad, silencios, secretos y juegos. Todo está en su sitio. Incluso nosotros ocupamos el lugar que nos espera, esa habitación número 7 del Hostal Cervantes que, como la letra de una vieja canción de Quique González, ya es un capítulo más, aún por completar, del libro de una vida en común donde todos los factores suman 15.
La bitácora de Bomarzo 