Franco, ha muerto

Aunque nací en el 75 y técnicamente soy hijo de la Dictadura, es verdad que Franco solo me sobrevivió 6 meses escasos. Yo no viví el miedo o la represión. Mis padres, sí. Pero yo no. Es verdad que con 6 años lo viví en el reflejo de lo que mi madre sentía. Fue el 23F, y aunque yo no entendía nada de lo que pasaba, la angustia de mi madre se me abría como algo que no era capaz de reconocer, pero que me hacía sentir muy vulnerable.

Entre los elementos del patrimonio de mis recuerdos unidos a la dictadura franquista, destaca el bofetón que recibí en la cara cuando llegué a casa, con la misma edad, cantando el himno de España, no con la letra de Pemán, sino con la más cómica que decía «Franco, Franco, que tiene el culo blanco». No llegué a pronunciar «Ariel». Antes, la mano de mi madre se estrelló en mi cara -aún me pica cuando lo recuerdo-. Su consejo se convirtió en orden: «No se te ocurra volver a cantar eso, y menos en la calle». Esa sentencia era la metáfora perfecta que definía todavía la relación entre la gente y el franquismo.

No sé cuándo oí hablar por vez primera del Valle de los Caídos. Pensad que en los años 80 no era un tema de conversación sencillo. El cuerpo del dictador aún estaba caliente en el pudridero y, como demostró mi madre con aquel bofetón, Franco no era lo que hoy se entiende como Trending Topic en las barras de los bares. Supongo que sería mi abuelo el que lo hiciera. Él vive en Madrid y era un poco la primera ventana abierta a un mundo que me resultaba tan atractivo.

El caso es que, desde que conocí la existencia del mausoleo deseé verlo (mi amor por la Historia). También fue mi abuelo el que me llevó. Era mucho más joven. Un adolescente rebelde, revolucionario y antifascista, y aún así consciente de que estaba en un espacio como sacado de otra época, pero que era necesario visitar para construir una opinión sólida. Pasé por el sepulcro de José Antonio (desconocía que compartían la última morada el líder falangista y quien hizo tan poco por salvarlo y tanto por apropiarse de su legado ideológico). Después pisé la tumba del dictador. Mi objetivo era comprobar in situ que esa losa jamás se abriría para permitir salir, de la manera que fuere, a Franco en cualquiera de sus formas. En aquellos momentos, pensar que realmente se llegaría a abrir para exhumar sus restos era una quimera.

No me gustó lo que vi. Una burda imitación del monasterio del Escorial. Gris, fea, como toda la arquitectura fascista. De escaso valor artístico. Mi abuelo me explicó lo que tenía que saber. Que se hizo con mano de obra esclava, que si bien es cierto que puede haber enterrados fallecidos de los dos bandos en sus criptas y que, al parecer la finalidad del sitio era la de convertirlo en un lugar para rendir tributo a la memoria de todos los caídos, el objetivo y la realidad diferían bastante.

Los datos son incontrovertibles, como cuenta este artículo de El País. La mayoría de los allí enterrados son militares golpistas. Al menos los registrados, porque, al parecer, la inmensa mayoría de cuerpos que sigue habiendo sin identificar pertenecerían a los republicanos. Otro agravio más de quienes vencieron, a los que debemos sumar los efectuados a los enterrados en cunetas que jamás han sido desenterrados. Para qué identificarlos. En las lápidas que solo quede el nombre de los que cayeron por Dios y por España. Los otros no merecían ni un simple sustantivo en mármol.

Pero todo llega. De la misma manera que se detuvo a Pinochet, el túmulo del asesino se ha abierto ya dejando libre el último capítulo de nuestro pasado más reciente. España se hace un poco más moderna, se hace más europea, se reconcilia con la paz y encara a sus fantasmas sin miedo. La última de las faraónicas pirámides construida con mano de obra esclava para albergar los restos de un presunto faraón (aunque a él le gustaba más compararse con Felipe II, por aquello de la predestinación, la unidad de destino y la altura) se queda vacía para honrar la memoria de los que levantaron ese macabro pastiche para honrar al asesino, a su asesino, y de quienes todavía hoy sentían el grillete de la derrota en el cuello, una derrota con el nombre de un padre, de una madre, de un abuelo, de un tío, de una abuela a la que el tirano, hoy despojo, se le resta el último de sus inmerecidos y sanguinarios honores.

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