Las gestas se saborean más por cuanto tienen la virtud de no repetirse en exceso. Un héroe que hace muchas veces una heroicidad pierde algo de valor. Se le sigue presumiendo la valentía y se le agradece el gesto, pero la rutina es enemiga del brillo.
Quizás por eso, quienes somos seguidores de un equipo modesto, tenemos licencia para la locura cuando esa gesta se hace carne mortal y habita entre nosotros y nosotras. De eso va esta foto. Ahí están. Son ellos, los héroes, los que este año han decidido ponerse la capa y, echándose una ciudad a la espalda, sacarla de su anodina normalidad.

Es verdad que nuestra realidad no la cambia una victoria en Copa. Pero no lo es menos que, al menos, durante 90 minutos, unas semanas, unos meses, hay bula para sonreír.
Hay varias cosas en la foto sobre la que gira este post, obra de Carlos Gil, y que descubro gracias a Pepe Villoslada. Lo más destacable, el equipo, esa piña cosida con mano firme, una estructura sólida en la que cada uno tiene un papel que queda subordinado ante una idea superior: la del equipo. Cualquiera que haya visto fútbol sabe que, a pesar de ser conocido como eso, como un deporte de equipo, no es muy normal apreciar esa virtud. Y este, no solo la tiene, sino que la ha convertido en el ariete con el que ha derribado imposibles, uno a uno, hasta el punto de ser lo más parecido a aquellos espartanos que en las Termópilas, de manera valiente y en una insultante inferioridad, ataron y frenaron a miles de persas cegados por su superioridad.
Otro elemento maravilloso de esta foto es la grada. Mirar las caras de las 15 ó 16 personas que tienen el privilegio de ser testigos excepcionales de la Epifanía que sigue a la realización del milagro, es la evidencia misma de una comunión casi mística. La hebra, no siempre sencilla, no siempre visible, entre esta afición y su equipo, es capaz de soportar el peso de la Alhambra entera. Ese orgullo de pertenencia en una ciudad tan castigada, da alas a quien ha convertido a la rojiblanca horizontal en una bandera que es jurada con emoción. Y, aunque pueda parecer anecdótico, otro reflejo más de esa simbiosis, de esa atención que un equipo es capaz de captar desde la humildad y la honestidad es que, con 16 tipos felices, sólo uno tiene un móvil en la mano. Uno solo en los tiempos del Facebook, de Instagram, de Twitter. En esta época en la que nada parece servir si no se filtra a través de la pantalla de un dispositivo, la práctica totalidad de quienes asisten a la exaltación de triunfo absoluto, solo tienen en la cabeza disfrutar con sus propios sentidos de lo que, sin duda será un recuerdo imperecedero. Ya saben, las gestas y su escasez.
Pero si algo destaca de esta foto es, quizás lo que no está. La ausencia nada estridente, aunque palpable de quien, sin duda tiene la responsabilidad de haber abierto las aguas de un Mar Muerto por la historia reciente, y sacar panes y peces para alimentar el hambre acumulada por años y años de gestiones malditas, de decisiones aviesas, de proyectos fracasados… ese hechicero, más cerca del Olimpo de lo que haya estado nadie, no está en la foto, pero lo sobrevuela todo.
Quizás sea por eso por lo que este Granada parece no tener techo, a pesar de su evidente fragilidad, porque al campo no salen 11, sino 12, porque Diego Martínez, el chamán, es la verdadera franquicia que hace que toda esta locura sea tan real como la de aspirar a jugar una final, 61 años después.