El destino, el azar, la fortuna o vete a saber qué caprichoso dios así lo ha estimado, puso en mis manos como colofón a este 2020 que al fin se da a la fuga, un libro que de manera mágica pone un salvífico punto y final a estos 365 días tan aciagos. Se trata del ensayo de Irene Vallejo ‘El infinito en un junco’, editado por Siruela.
Al concluir su lectura me he acordado de tres momentos esenciales en mi vida y que, como le sucede a la autora aragonesa, constituyen instantes en los que el hilo de la historia, de mi historia con los libros, con los cuentos, con los relatos, se enhebra en la aguja que ha cosido mi relación, esquiva y siempre ansiosa, con el mundo de la literatura.
Los dos primeros tienen como protagonistas a mis dos abuelos, Paco y Pepe. Ambos no tenían nada en común, salvo la edad, con unos pocos años de diferencia. Siendo hijos de la misma generación, sus respectivas experiencias vitales les habían llevado por caminos completamente separados, opuestos incluso (en lo ideológico principalmente). Esas circunstancias de Ortega, habían hecho de cada uno de ellos personas que, salvo por el casual avatar que les convirtió en consuegros, no se hubiesen encontrado en la vida, por mucho que ambos la compartieran en una ciudad tan pequeña y provinciana como aquella Granada. Sin embargo, cada uno a su manera y con éxito dispar, pretendieron comportarse conmigo como abuelos, atendiendo a su contexto y a su leal saber y entender.
Paco, el más joven y que aún vive a sus 89 años, es quien me abrió el universo del libro. A él le debo el haberme enamorado de ellos desde que tengo uso de razón. Desde que nací, él era el abuelo que venía de fuera. En aquellos momentos en los que mi vida daba sus primeros pasos, desconocía el revuelo que se organizaba cada vez que oía: «este fin de semana viene el abuelo». La alargada sombra de su visita empezaba a verse desde varios días antes envuelta en la misteriosa figura del viajero que llegaba de una extraña ciudad llamada Madrid que, en la imaginación infantil de quien apenas entiende nada, parecía un remotísimo planeta. En mi cabeza, la separación de mis abuelos más o menos coincidiendo con mi nacimiento, el sufrimiento de mi abuela cada vez que él venía, sencillamente no existía. Para mí, solo era el abuelo quien venía y lo hacía con un regalo para mí. Y ese regalo siempre fue un libro. Jamás me trajo chuches o ropa -si lo hizo no lo recuerdo-. A él le debo haber cabalgado en la cuadriga de Ben-Hur en el Circo Máximo de Roma; luchar junto a Ivanhoe; ser cómplice de Tom Sawyer en sus travesuras infantiles… siempre con ediciones de pasta dura y con unas ilustraciones que me ayudaban a imaginar aún con más fuerza, lo que esas historias me contaban y grababan a fuego.
Con el tiempo, esos libros empezaron a ser más complicados, de contenido político, y junto a ellos, casetes que él mismo me grababa con la música de Paco Ibáñez, Serrat o Víctor Manuel.
Pepe era mi otro abuelo. Él nació unos años antes, en 1920. Ya no vive. Con ese abuelo, al que tenía más cerca, al que podía ver cada vez que quisiera, me unió una relación que el paso del tiempo, en especial en la recta final de su vida, estrechó hasta la complicidad más íntima. Fue mi primer contacto con la muerte de un ser querido y a su lado estuve durante la decadencia final.
Si Paco era el abuelo de los libros, Pepe era el del relato oral. Le encantaba contar historias, y a mí escucharlas. Siempre andaba haciéndole preguntas sobre la vida en la Granada de su infancia. Combatió en la Guerra Civil. Se alistó voluntario con los golpistas a los 16 años y volvió a casa varios años después de acabar la contienda. Pasó por los tres ejércitos; recorrió España entera, incluidas las Canarias, a las que llegó embarcado desde Vigo. Vivió con espanto una época que repudió y de la que contaba orgulloso que jamás pegó un tiro. No sé si eso fue cierto, como tampoco sé qué grado de exactitud había en cada una de sus historias, esas que yo escuchaba absorto y que siempre tenían como moraleja que una guerra, la que sea, jamás está justificada, jamás debe ser vivida. Lo que sí sé, lo que tengo tan claro como el eco de su voz en mi memoria todavía, es que no le pregunté lo suficiente y que se marchó con demasiadas historias que contarme.
En ambos casos, Pepe y Paco, son los nombres que para siempre se asociarán a mi acceso a los relatos, a las narraciones que, primero de manera oral, y luego de forma escrita, se atesoran en mis recuerdos y detonan el inicio de una relación especial y estrecha con el soporte que hace de cada uno de ellos un espacio imperecedero, una paisaje que, si bien queda al socaire de las inclemencias del tiempo y los caprichos humanos, permanece más o menos parecido durante toda la vida.
El tercero de los momentos me ocurrió en el año 2003 o 2004. Me acababa de mudar a una casa de la localidad de La Zubia, en Granada. Contaba con un amplio sótano en el que aún guardaba en varias decenas de cajas los libros que ya acumulaba por aquel entonces y que aún no había desembalado ni depositado en el que sería su lugar definitivo. Marché de viaje y mis padres se encargaban de cuidar de las plantas que ya había hasta mi regreso. Al llegar, mi padre, muy preocupado me contó que un despiste había provocado que la manguera del bajo se quedase un par de días abierta, inundando todo el garaje y con él, las cajas que albergaban lo que en ese instante -y hoy también-, es mi único tesoro material: mis libros. El naufragio se llevó por delante un buen número de volúmenes que fueron abandonados en la basura, malheridos algunos, legibles otros. Los menos afectados han estado conmigo hasta hace unos meses. Pero han sufrido el mismo destino de sus hermanos caídos. Imaginé que el paso del tiempo podría arreglar los desperfectos causados, que una especie de milagro, como sucede en algunos de los cuentos que ellos albergan y cobijan, solucionarían el entuerto y que las huellas del agua desaparecerían para siempre. Nada más lejos de la realidad. Ese día sufrí en mis propias carnes, y de una manera terriblemente dolorosa, la fragilidad de un libro que puede desaparecer en tan solo un instante, tal y como sucede con nosotros mismos.
Y de todo eso -y mucho más- nos habla Irene Vallejo en ‘El infinito en un junco’, de la fragilidad del libro, de la heroicidad del libro, de la supervivencia del libro. También del nacimiento de las palabras, de su forma, de su evolución. Pero en especial, de la responsabilidad, en las mayoría de las ocasiones involuntaria, que cada uno de los lectores en los casi 5.000 años que la humanidad lleva escribiendo en diferentes soportes, tiene en haber logrado el milagro de hacer sobrevivir historias que han superado naufragios (mucho más graves que los de mi sótano), incendios, asedios, guerras, insectos, censuras… Vallejo nos habla de muchas historias y de una sola; de los avatares de antes que en tanto se parecen a los de hoy; de temas que se repiten, aunque sus protagonistas hayan cambiado por la evolución tecnológica de nuestras sociedades. O dicho de otro modo, que apenas somos diferentes de aquellos que desde Grecia y Roma dibujaron los sueños que nos han permitido llegar a este tiempo errático y confuso, usando como medio de transporte algo tan frágil y etéreo, como la palabra, bien como sonora brisa soplada al calor de un fuego, o al amparo de una tenue luz en la quietud de una habitación, bien como un paisaje de señales, signos y tinta.